domingo, 14 de agosto de 2011

Patrimonio inmaterial

lugares de tránsito

El Faro de Melilla
Domingo, 14 de Agosto de 2011. Hilario J. Rodriguez.



Si alguien desea saber si una ciudad es más o menos moderna, sólo tiene que prestar atención a un par de detalles. Esos detalles pueden encontrarse en lugares donde los individuos se desvanecen, donde los bloques de oficinas, el constante flujo de mercancías y el implacable avance de los medios de transporte reducen la dimensión de los seres humanos, que entonces se convierten en pequeñas hormigas. La despersonalización que sufren los habitantes de Melilla, sin ir más lejos, pueden encontrarse en su aeropuerto, en el Polígono Industrial, en algunos supermercados o en los parques públicos cuando cae la noche. Son sitios en los que nadie permanece, sólo está (y a veces ni siquiera). Allí todo es un enorme simulacro detrás del cual todo el mundo se muestra incapaz de establecer contacto entre sí.

De lo que no cabe duda es que nunca habíamos estado tan solos como a partir del momento en que pudimos caminar por lugares de tránsito en los que difícilmente queda una huella nuestra. Claro que tampoco en nosotros quedan muchas huellas de esos lugares. ¿Quién se acuerda, por ejemplo, de las habitaciones de hotel donde ha pasado alguna noche? ¿En qué se diferencian las que nosotros tenemos ahora en el magnífico parador Don Pedro de Estopiñán de las que habríamos tenido en el parador de Sigüenza? ¿Es que nunca os habéis sentido, queridos lectores, como flanneurs, como paseantes sin rumbo, en busca de nada en concreto, sólo de moveros?

Nuestra reflexión del día es que cada vez hay menos intimidad. Comemos en restaurantes abiertos al público que quiera mirar desde la calle; hacemos deporte en los parques y en las grandes avenidas; sostenemos conversaciones delante de los demás, que nos oyen hablar a través de nuestros móviles con personas que quienes nos rodean no pueden ver y ni tan siquiera imaginar; leemos rodeados de semejantes a quienes ni siquiera prestamos atención; acabamos nuestro aseo personal en el autobús…

En estos momentos, existe una mayor conexión visual con quienes nos rodean, pero apenas hay conexión emocional. Melilla demuestra cómo hemos acabado habitando un espacio casi idéntico, estemos en Melbourne, Atlanta o Varsovia. Nuestra presencia en algunas partes de las ciudades por las que caminamos comienza a ser una abstracción. Unos y otros nos parecemos, quizás porque todos repetimos los mismos gestos, llevamos las mismas prendas de vestir, nos detenemos ante los mismos escaparates, pagamos ante la misma caja registradora. Lo único que queda de nuestras identidades individuales está en nuestros bolsillos, en el teléfono móvil, o nos espera en casa, en la pantalla del ordenador.

O sea que, si quieres, Melilla, defender algo de tu verdadera identidad, es hora de que comiences a valorar las cosas que te dan tu personalidad real y no las que te equiparan a otras ciudades con las que nunca podrás compararte, ni falta que te hace.


lugares donde nunca pasa nada

takes IV










mentir, soñar

El Faro de Melilla
Domingo, 14 de Agosto de 2011. Hilario J. Rodriguez.


AHORA QUE COMENZAMOS A SER ALGO ASÍ COMO VIAJEROS MENOS INOCENTES, Y AUNQUE INTENTEMOS CADA DÍA PRESERVAR LA INOCENCIA CON LA QUE LLEGAMOS AQUÍ (NO VAYAMOS A MALEARNOS), CREEMOS QUE YA PODEMOS DECIR ALGO DE PROVECHO SOBRE MELILLA.

Si el viajero difícilmente llega a Melilla, una pequeña ciudad en la costa del norte de África que no suele aparecer en los mapas de Europa, es aún menos probable que acabe entrando en su museo municipal. Nosotros lo hicimos. Llegamos allí por casualidad y también por casualidad entramos en aquel museo, donde se desplegaban las piezas como en cualquier trastero o almoneda. Entre tristes paneles explicativos en los que casi nadie se detenía, vimos una fotografía antigua que nos recordó algo conocido. Unas bañistas salían del mar bajo una luz crepuscular aunque mediterránea. Había una placa que atribuía la fotografía a Imre Kertesz, pero a todos nos pareció improbable que fuese suya porque él jamás había estado en Melilla y su obra no se distingue por la luz sino por las formas (qué requetelistos somos, hombre). Quien nos sacó de dudas, no obstante, fue la persona que recibía a los visitantes a la entrada del museo.

−Aquí todo es real —nos dijo—, nada es arte. Mucha gente donó sus recuerdos y luego los autentificamos con nombres prestigiosos, de otro modo nadie se sentiría interesado en venir a un lugar como éste.

Ay, Melilla, qué te pasa. ¿Acaso crees que con lo que eres y lo que tienes no hay suficiente? ¿O temes que no vaya a haber quien se interese por tus tesoros si tú misma no los desentierras? Nosotros (Hilario J. Rodríguez, Luis Argeo, Javier Díez, Isaac Begoña y Cayetano Vela) creemos que, como casi cualquier ciudad del mundo, más o menos grande, de nombre más o menos conocido, tienes argumentos suficientes como para que alguien juegue a intentar unir las piezas y ver qué forma tienes. Aunque nosotros no hemos acabado de verte por completo, ya nos resultas insinuante. Nos resultan insinuantes los estilos que recorren tus calles, la gente que pasea por tus paseos y avenidas, las sonrisas que nos dedican quienes nos libran de nuestro despiste cuando perdemos el norte y acabamos en el sur, tus contradicciones, los inocentes sermones sobre tus diferentes culturas y esa sonrisa insinuante que nos fulmina cada noche, también el buen trato que recibimos allí a donde vamos… Qué más podríamos pedir, demonios.



Lo cierto, y no te enfades si ahora somos un poco sinceros, es que nos pareces algo así como una chica que a primera vista no es ni fu ni fa pero de la que luego, si la ocasión se da, puedes enamorarte toda la vida.
Nos gustan las ciudades portuarias, con un tráfico fluido de gente venida de todas partes, por mucho que aquí sólo estén de paso y a veces ni siquiera se queden unas horas para poner a prueba tu hospitalidad. Allí donde hay movimiento, hay vida. Ya sabes eso de que «o te mueves o estás muerto». Y aquí nos llama la atención que lo que de verdad se mueve no sean los edificios, las fachadas, el vestuario, las conversaciones, la actitud, que es lo que suele moverse en otras partes donde nada más se mueve, donde lo único que se mueven son las apariencias mientras que la esencia se queda quietecita. Fijaos en lo que pasó hace poco en Noruega. Allí, Anders Berihng Breivik nos da la razón. Mató a 77 personas en Oslo y en la isla de Utoya por un motivo ideológico bastante peregrino, uno de los golpes más inesperados y dolorosos que ha recibido la sociedad escandinava en su historia reciente. Al verlo en las fotos de los periódicos, escoltado por la policía, nadie diría que pudiese matar una mosca. Muchos de los que lo conocían jamás imaginaron nada raro con respecto a él, su tono de voz no les resultaba peculiar ni siquiera a sus vecinos, además –si a Breivik le daba por ahí− podía ser bastante chistoso.

−Es cierto que a veces tenía ideas un tanto extravagantes, pero de ahí a pensar que un día le iba a dar por matar a alguien…

Nosotros creemos que en la Península (e íbamos a decir España sin darnos cuenta de que también tú, Melilla, eres parte de España) demasiado a menudo podemos vivir puerta con puerta con un desconocido durante décadas, sin cruzar una sola palabra con él o sin percibir algo extraño en su manera de decir las cosas.

Aquí, por el contrario, nos parece que tú al menos sabes distinguir quiénes son tus amigos y quiénes tus enemigos porque los amigos te hablan con el trino de los pájaros y los enemigos con el rugido de los leones.

Lo reconocemos, mentimos al principio, aún no hemos estado en el museo municipal de Melilla. Nuestra mentira, sin embargo, sólo tenía una intención: la de recordaros que hay cuentos chinos de todas clases, buenos y malos, mejores y peores, pero sin ellos seguramente «el mundo hoy no sería real». Y si nosotros, con nuestras tonterías y comentarios, con nuestras derivas y nuestras chiquilladas, podemos ayudar a que Melilla sea más real, lo haremos, ese es nuestro cometido.


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