Mi PADRE Y MELILLA
Antón Castro
En su diario personal En saco roto, Juan Domínguez habla de la fascinación que siente por Melilla, una ciudad en la que ha estado tres veces y donde se le multiplican los amigos y las curiosidades. Truman Capote era uno de los que creía que entre cualquiera de nosotros y el presidente de los Estados Unidos hay un eslabón más o menos complejo de cinco personas. Y a mí me ocurre algo curioso con lugares donde nunca he estado: me bautizaron por poderes en Montevideo y en Santa Mariña de Lañas, un vendedor de radios me hizo creer que en Lubljana sabían que yo les estaba escuchando cuando caía la noche, y mi padre me llenó la cabeza de historias de los 40 en Melilla. Allí hizo el servicio militar tres años con su uniforme de galán de cine, con algún parecido creía yo a Tyrone Power, y allí libró una pelea con un campeón vasco de boxeo. Mi padre marchó a servir a los ocho años a una casa donde había un loco que gritaba desde el establo en que lo habían confinado, y ya no volvió a vivir con sus padres. La estancia en Melilla le daba para evocar olores, sabores y nostalgias. En mi niñez y adolescencia, yo abría el álbum de fotos familiar y contemplaba las dos instantáneas que le habían hecho en la ciudad. Hace poco, cuando Melilla era ya una ciudad legendaria de estas páginas gracias a J. D. L., en una madrugada de hospital junto al mar, mi padre volvió a hablarme de Melilla y me reveló algo que jamás había dicho: su verdadera ocupación consistió en cuidar de siete vacas y de ordeñarlas porque daban la leche para la tropa. En el fondo, es lo que había hecho de niño: pastorear vacas, voltear el arado e imaginarse que algún día volvería a casa de sus padres como el hijo pródigo para quedarse entre sus seis hermanos.
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