Mike Tyson -el boxeador que le mordió la oreja a Evander Holyfield porque no conseguía tumbarle con sus golpes- decía que «todo el mundo tiene un plan hasta que recibe la primera hostia». La hostia que recibimos nosotros en cuanto comenzamos a preparar nuestro viaje a Melilla fue contundente, nada de lo que habíamos previsto se ajustaba a las expectativas. Demasiados barrios, demasiadas calles que recorrer, demasiados edificios, demasiada gente… Si queríamos ser exhaustivos, ya podíamos ponernos a trabajar. Ahora que hemos hecho parte de nuestros deberes, en caso de que tuviésemos que recomendar a alguien una ciudad para ir de vacaciones con su familia, le diríamos que fuese a Melilla, seguramente uno de los lugares menos conocidos y menos reivindicados del planeta.
Aunque nosotros vamos allí en busca de diversión, aventuras y conocimiento, en muchos momentos es posible que nos sintamos incómodos e incluso asustados. Eso, sin embargo, no tiene por qué ser necesariamente malo. Sé que cuando viajamos no queremos entrar en contacto con nada que pueda poner en peligro nuestra frágil identidad, pero a veces hay que aceptar un poco de riesgo si uno quiere combinar el turismo y la cultura, no sólo podemos buscar una prolongación de nosotros mismos en los lugares adonde nos desplazamos durante las vacaciones, que es lo que hace la inmensa mayoría de la gente, necesitamos arriesgar.
Una de las exposiciones que más me han emocionado a lo largo de mi vida la vi en el Dahesh Museum of Art de Nueva York en 2005. Se titulaba «First Seen» (Vistos por primera vez) y consistía en una serie de fotografías tomadas en diferentes partes del mundo entre 1840 y 1880. En aquellas imágenes se mezclaban gentes de Ceilán, Sudán, Corea, Polinesia, Norteamérica o España, dando un repaso a casi todas las razas, sociedades, religiones y clases sociales. A menudo se establecían contrastes, colocando a occidentales al lado de indios navajos o aborígenes australianos. Bastaba con observar los rostros para dejar volar la imaginación y escribir largos tratados de antropología o etnografía; la ropa, la actitud y la pose conducían a otros detalles, hasta retratar de esa manera un pueblo entero, una cultura. Incluso los paisajes resultaban fáciles de perfilar, aunque al mismo tiempo me pareciesen muy distantes.
Como yo mismo soy aficionado a la fotografía, pensé en seguida en los azarosos viajes que se tuvieron que emprender para tomar los daguerrotipos de la exposición, cuyos autores eran en la mayoría de los casos desconocidos o anónimos (¿habría muerto alguno intentando fotografiar a un zapoteca o a un inui?). También pensé que antes las imágenes había que ir a capturarlas y que en la actualidad ya todas parecen capturadas. Algo así me hizo pensar que ahora muchas imágenes pueden generarse desde un ordenador, sin necesidad de que quienes las realizan se desplacen en absoluto. Eso no quiere decir que haya dejado de haber fotógrafos que entienden su profesión como una forma de experiencia que requiere viajar, cubrir largas distancias para entrar en contacto con culturas distintas y de ese modo contrastar realmente la identidad propia con la de otros pueblos; lo que quiere decir es que cada vez se arriesga menos, se han sintetizado tanto ciertas cosas que éstas han acabado perdiendo su significación, su auténtico valor, el aliento épico que necesita todo proceso de aprendizaje. Hoy en día, por si fuera poco, distinguir entre imágenes falsas y verdaderas se ha vuelto muy difícil, más que nada porque da la sensación de que cualquiera podría hacerlas en cualquier parte.
Nosotros –no volveremos a repetirlo- sólo vamos en busca de imágenes verdaderas y útiles de la ciudad de Melilla, imágenes en las que todos los melillenses y quienes no lo son puedan verse reflejados y de las que puedan extraer algo positivo. ¿Lo conseguiremos?