Diario Melilla Hoy
Martes, 09 de Agosto de 2011. Hilario J. Rodriguez.
Si los datos son correctos, fue en 1923 cuando el Real Instituto Geográfico Británico acabó de cartografiar la colonia de Costa de Oro, que hoy en día forma parte de Ghana junto al antiguo imperio de Ashanti y una pequeña franja de lo que hace algo menos de un siglo llamábamos Togolandia y que ahora conocemos simplemente como Togo. Pese a que algunas zonas resultaban casi inaccesibles, por culpa de la orografía y la selva envolviéndolas, se hicieron mediciones tan exhaustivas como para hacernos sudar sólo de pensarlo. Podemos imaginar a un grupo de hombres de una flemática determinación abriéndose paso a través de la espesura, después de que varios africanos, a golpe de machete, hubiesen abierto un camino entre ceibas, caobas y cedros, donde las hienas, los lémures y los leopardos, también las cobras, las pitones y las víboras cornudas, acechaban. No, no resultó una tarea sencilla. Además de los peligros tangibles, de los ataques y las mordeduras, estaban la fiebre amarilla o la malaria, un catálogo de enfermedades no apto para hipocondríacos. Eso por no hablar del calor sofocante, de la humedad, de la falta de agua potable… Y tantos y tantos imponderables. Cada jornada de trabajo duraba una eternidad, de ahí que todo el mundo quisiera acabar cuanto antes con aquellas engorrosas responsabilidades, absurdas en la mayoría de los casos porque ¿a quién le importaba realmente conocer al dedillo una parte del mundo tan impracticable? Un grupo de expedicionarios debió de entenderlo así cuando, a punto de regresar a su campamento para reponerse de un día durísimo, se dio cuenta de que atrás dejaban una pequeña colina adonde aún no habían llegado y quedaba pendiente de ser medida.
−No os preocupéis –dijo entonces uno de los miembros de la expedición−, acabaremos el trabajo más tarde, mientras brindamos con scotch y soda.
Al llegar a su tienda de campaña, sin siquiera haberse mudado de ropa, dibujó la silueta de un elefante sobre una cartulina, la recortó, la colocó en la parte del mapa de la zona donde se suponía que estaba la colina y trazó sus contornos. Seguramente era la única colina del mapamundi con forma de paquidermo, todavía sigue siéndolo si deseamos comprobarlo en el ángulo noroeste de la página 17 de la serie cartográfica 1:62,500 publicada por el Real Instituto Geográfico Británico bajo el título Africa: Costa de Oro, según lo cuenta Alberto Manguel en el prólogo de la Guía de Lugares Imaginarios.
La vista aérea de la ciudad de Melilla no desvela ninguna forma determinada, ni la de una sonrisa ni la de una mordedura, tampoco la de una mujer insinuante, tan sólo permite ver el perímetro que cubre la valla que la rodea y, prestando buena atención, la forma geométrica de sus fortines. Sabemos que antes de llamarse Melilla, la ciudad −que pasó por las manos de los fenicios, los cartagineses, los romanos o los omeyas, hasta que la conquistaron los españoles− se llamó Metagonium (que parece el nombre de un planeta distante, cuyos habitantes se llamaban metagonitas), Akros, Rusaddir y finalmente Melilla. Su historia desde hace unos cinco siglos tiene algo de kafkiano porque no ha dejado de estar relacionada en todo momento con las fortalezas, los baluartes, las murallas o las alambradas, ingenios propios de la arquitectura militar, apoyada en inverosímiles cálculos logísticos, geométricos y trigonométricos que a un profano como yo lo dejan fuera de juego enseguida. La constante amenaza de enemigos turcos, piratas y sultanes ha obligado a realizar obras cada vez más sólidas pero quizás también menos efectivas, sobre todo ahora que el peligro militar parece haberse disipado y ninguna de esas construcciones colosales de antaño sirve de mucho para frenar la llegada de inmigrantes. Tampoco sirven de mucho para frenar la llegada de turistas (y nos incluimos en el saco) que pueden dar una forma equivocada −la de un elefante− a una ciudad como Melilla.