lunes, 8 de agosto de 2011
De Senegambia a Melilla
A comienzos de julio hice un viaje a Gambia y Senegal con mi hijo, de trece años. Era la primera vez que íbamos al África Subsahariana, esa cuyos habitantes a menudo intentan ganar las costas de Melilla a nado o en una lancha de juguete, cuando no saltando la valla que separa la ciudad de Marruecos.
Se dice que en África, desde hace siglos, las tribus se desplazan de un sitio a otro cada cierto tiempo, en caso de necesidad, aquejadas por la hambruna, por la sequía o por guerras en las que llevan las de perder. Nadie puede estar seguro, por tanto, de que los mandinga o los wolof sean oriundos de Gambia o Senegal pese a ser las etnias más numerosas en ambos países, pudieron llegar de cualquier otra parte y algún día puede que no habiten más aquellas tierras. En estos momentos 3.000 somalíes cruzan a diario las fronteras de Kenia y Etiopía huyendo de la hambruna, también hay conflictos en Sudán, Yemen o Costa de Marfil, y no digamos en Libia, Túnez, Egipto o Siria, un conjunto de situaciones desventajosas para mucha gente en movimiento, camino de Melilla o de Dios sabe dónde.
Gambia y Senegal son países muy calurosos, polvorientos e incómodos, donde a veces dar dos o tres pasos bajo el sol del mediodía nos recuerda las palabras de Cesare Pavese cuando aseguraba que viajar es una atrocidad. Sin embargo, allí la gente actúa un poco como aquí: hay quienes están quietos y se hunden poco a poco, y hay quienes se ponen en marcha porque los remolcadores los han abandonado. La gran mayoría prefiere moverse aunque no resulte fácil. Para llegar a Melilla, sin ir más lejos, los subsaharianos, sean de Gambia o de Senegal o de cualquier otro país, se agrupan en Mali, donde las mafias los guían hasta el sur de Argelia, para cruzar después a Marruecos por el paso de Oujda. Cubrir todo ese trayecto a veces les lleva varios meses.
Durante siglos, los subsaharianos han estado yendo de acá para allá, y aún hoy parece que lo único que han hecho es pedalear en una bicicleta estática. Pero todo esto quizás es una falsa impresión y en realidad ya no están donde estaban. Quizás están cada vez más cerca o más lejos, quizás se nos acercan o se alejan de nosotros, es imposible decidir al respecto. Un poco ingenuamente, durante una semana mi hijo y yo los hemos seguido hasta donde nos permitían las fuerzas, y nos hemos asombrado al ver que cuando nosotros nos íbamos a dormir cada noche, ellos seguían su marcha. Mis sueños, en aquellas noches de plomo, eran simples y extraños al mismo tiempo: atravesaba sabanas, bosques de baobabs, reservas, ríos, cruzaba el mar en ferrys atestados, hacía rutas en todoterrenos, exploraba junglas tupidas como los barrocos bordados de nuestras abuelas (que no sabían cómo matar el tiempo) y finalmente llegaba a la falda de una altísima montaña, acaso el Kilimanjaro, donde se suponía que me aguardaba algo, un misterio, un contacto, no sé, el caso es que acampaba allí y esperaba, con paciencia a veces, impaciente también, y a la mañana siguiente, sin saber bien qué me había sucedido, si es que me había sucedido algo, reemprendía la marcha, en sentido contrario.
Nunca he entendido esas películas africanas en las que un grupo de exploradores atraviesa un territorio lleno de peligros, en busca de las minas de rey Salomón, y que acababan justo cuando el grupo, mermadísimo porque en el camino a alguno se lo habían tragado las arenas movedizas o lo había devorado un imponente león o terminaba en la cacerola de una tribu de pigmeos, llegaba a su destino y conseguía sus propósitos, que no era ni el oro ni la gloria sino una rubia insólita en aquel paisaje agreste y malencarado. Nunca las he entendido porque notaba que a esas películas les faltaba algo: por ejemplo, el camino de vuelta. ¿Es que a la vuelta no se iban a encontrar los mismos peligros que a la ida? ¿Es que ya no moriría ninguno más porque al fin habían aprendido algo que los protegería en adelante?
Me hago todas estas preguntas absurdas no por el rigor con el que hoy calienta el sol en Guadalajara sino porque ahora mismo, mientras espero impaciente a que llegue el miércoles (cuando por fin nos iremos a Melilla), no sé si nuestro viaje es de ida o de vuelta.
Etiquetas:
Argelia,
Cesare Pavese,
Costa de Marfil,
Egipto,
Etiopía,
Gambia,
Hilario J. Rodríguez,
Kenia,
Kilimanjaro,
Libia,
Mali,
Marruecos,
Melilla,
Oujda,
Senegal,
Siria,
Sudán,
Yemen